KYLLIAN

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Soñaba con él. A veces.
Ni siquiera era necesario estar dormido. En ocasiones, cuando las horas de vigilia se acumulaban y los límites entre la realidad y el reino de los sueños se convertía en una difusa sensación de irrealidad, me sorprendía el espanto breve de su voz imaginada. Sus gritos suplicantes, apenas ahogados entre borbotones de su propia sangre, se elevaban acusadores y se quedaban ahí, repiqueteando en mi cerebro durante instantes que siempre se me hicieron eternos.
Luego, tras el sobresalto, la realidad se imponía de nuevo dejándome sumido en la confusión absoluta, con un manto de temor e inquietud, un miedo frío y silencioso que me roía el alma y amenazaba mi cordura. Lenta e inexorablemente.
Mi vida es una lucha continua conmigo mismo. Una batalla cruenta que jamás terminará, la crónica de una búsqueda que ignoro si algún día llegará a buen fin. Anhelo la paz, sueño con el día que abandone para siempre el caminar inquieto por los senderos del reino de las pesadillas que me acosan. En ocasiones me ilumina la esperanza pero en el fondo, antes o después, me descubro nuevamente decepcionado, nuevamente hundido, con esa esperanza rota y enterrada por mis actos criminales, con la certeza de que mi destino no me deparará un final feliz.
Soy un guerrero renegado, un Oscuro que sólo se asomó a la vida a través del filo de su espada. Un asesino, un exterminador, un heraldo de la muerte. Un Caballero de Shillien.

Nacemos con el odio en la sangre, miembros de una raza marcada para siempre por la derrota y el exilio. Algunos de los nuestros reclamaron hace mucho tiempo el recurso a la parte oscura de la magia y se autoexiliaron a otras zonas del mundo. Solitarios, orgullosos e introvertidos, fuertes, preparados para sufrir, para odiar y para matar. Con esos mimbres nací y crecí aprendiendo las artes del combate mientras otros hermanos nos fascinaban con sus avances en las disciplinas de la magia que poco a poco aprendían a dominar.

Los tiempos de guerra terminaron, pero la vieja enemistad aún perdura. Nuestros reyes y príncipes han ido pactando paces que poco a poco han ido aplacando la ira y las luchas en nuestras relaciones con otras razas. Es posible que esos pactos convengan a nuestros destinos e intereses, es posible. Pero es igualmente cierto que nadie que haya ido a una guerra vuelve jamás igual que partió. Ningún rey, ningún príncipe, nadie, puede borrar con la firma de ningún pacto el recuerdo de los compañeros caídos en la batalla, la locura de los combates cuando el frenesí destructor sólo te deja margen para atacar salvajemente cualquier cosa que en medio del polvo, la suciedad y los gritos, se mueva cerca de ti. Ningún pacto te devolverá a tu hermano muerto o a tus padres asesinados. Ninguna paz te hará olvidar las fosas comunes, ni el pillaje de los malditos humanos, ni las venganzas soterradas, ni las traiciones más viles. Al diablo con nuestros reyes y príncipes. Las heridas de la guerra las llevaré siempre encima, en mi cuerpo y en mi alma, hasta el día que finalmente Shillien me reclame a su lado.

Cuando acabó la guerra volví, como muchos de mis antiguos compañeros, a las tierras familiares. Pero fue solo para encontrarme campos y propiedades arrasadas por la tiranía y la crueldad de los humanos, tierras devastadas que los malditos anegaron de sal para que nada floreciese de nuevo en ellas, los animales de pastoreo calcinados, quemados vivos, el hogar donde nací y crecí desvalijado por completo. Y sin rastro de mi familia.

Vagué durante años sin rumbo fijo, con el horizonte y la razón perdidos, sin esperanzas ni anhelos. Odiando, siempre odiando, a los humanos que nos humillaron como raza y que me privaron de todo, tierras, amigos y familia. Busqué sin denuedo y sin resultados cualquier rastro que me permitiera encontrar algún superviviente de entre los miembros de mi numerosa familia. Sobreviví alquilando mi brazo y mi espada a quien quisiera y pudiera pagar una justicia o una venganza que los nuevos tribunales del reino no le ofrecían. Hice muchos pequeños trabajos. Tantos que casi he matado más gente como mercenario en tiempos de paz que como soldado en guerra. Y así, huyendo a veces y buscando siempre, recorrí una gran parte de las tierras interiores del continente. Naturalmente, también se hacen poderosos enemigos en ese oficio. Y a veces, nuevos compañeros.

En todo ese vagar sin rumbo aprendí mucho. Con todo mi odio a cuestas, debo reconocer que, en ocasiones, compartí encargo con otros mercenarios… humanos. Fue un proceso lento, extraordinariamente lento, pero al cabo entendí que la guerra no distingue razas ni creencias, que en su vorágine de destrucción arrasa con todo lo que toca sea elfo, orco… o humano. No puedo decir que aprecie a la raza que nos venció en mala lid, pero sí que he visto el valor en los ojos de algunos guerreros humanos. Han sido pocos, pero alguno de ellos con los que por una u otra razón coincidí me enseñó que también en ellos, a veces, anida el honor, la nobleza y la hermandad en sus corazones. Como Xiobe, como Seires, o como Isgrimnur.

Mucho tiempo ha pasado desde que conocí al poderoso Isgrimnur, y mucho le debo. Le he visto luchar codo con codo junto a orcos, defender a enanos asaltados en los inseguros caminos del norte del continente, ofrecer su fuerza para ayudar a otros compañeros sin pensar si son de una u otra raza o profesión, instruir a guerreros menos fuertes o incluso ceder armas a otros desamparados sin pedir nada a cambio. Pero por encima de todo, a él le debo que hoy la vida me resulte menos dolorosa, que el incierto futuro no se me nuble del negro completo que durante tantos años me apesadumbró el ánimo y la esperanza. A ese humano le debo el haber recuperado a mi hermana, Balveda, y con ella la ilusión de una vida juntos por delante.

Fue el quien me habló de su gremio, de un clan de luchadores hermanados que hacen de la ayuda y el respeto mutuo su bandera y su religión. Él me habló de Pilgrims, y de su legión de guerreros aprendices, Disciples.

Ahora a vosotros me encomiendo. Mi vida continuará siendo, como dije, la eterna lucha entre el Oscuro vengativo, cruel, heraldo de la muerte, y el elfo que quiero llegar a ser, sin odio, hermano de sus hermanos de armas, conocedor de la compasión y el perdón, protector de mi hermana y discípulo, algún día, de Pilgrims.

Mi nombre es Kyllian. Antheal Devuois Kyllian, ex-guerrero de los ejércitos élficos de su majestad y de la diosa Shillien, derrotado y exiliado de su tierra, huérfano de padre, madre y hermanos asesinados. Por toda familia tengo a mi hermana Balveda y por anhelo servir en Pilgrims, y , algún día, volver a la tierra que me vió nacer donde mis huesos y mis armas descansen para siempre cuando la diosa me reclame y por fin la paz me abrace.

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